Bután es un pequeño país situado en la cordillera del Himalaya y con una de las economías mas pequeñas del mundo, tanto que no tienen ni cajeros automáticos y la televisión llego en el año 2000. Corría el año 2008 cuando su rey decidió ceder su poder al pueblo y establecer la democracia. Su gobierno estableció un índice para medir la felicidad de los ciudadanos, uno de los objetivos primordiales del Gobierno. Este índice de la Felicidad Nacional Bruta responde a una innovadora idea, la de que la principal responsabilidad de cualquier gobernante es ayudar a la gente a ser plenamente feliz y no sólo atender a sus necesidades materiales, sino también espirituales. Para ello crearon un plan que se basa en cuatro estrategias: el desarrollo socio-económico igualitario y sostenible, la conservación de la naturaleza, la preservación de la cultura y el patrimonio cultural, y la presencia de un gobierno responsable y transparente.
Como me parece que andamos muy lejos de las revolucionarias ideas de Bután, intentaremos encontrar la felicidad a través de lo que nos interesa en este blog, la pasta.
Un estudio de 2003 que analizaba la «macroeconomía de la felicidad» descubrió que una inflación más elevada afectó de forma considerable a lo feliz que la gente decía ser. El desagrado hacia la inflación es tal que un estudio de 1996 titulado « ¿Por qué a la gente no le gusta la inflación?», del economista de Yale Robert Shiller, descubrió que en países de todo el mundo, mayorías considerables decían que preferirían una inflación baja y un desempleo elevado a una inflación alta y un desempleo bajo, incluso si eso significaba que millones de personas más no tendrían trabajo.
La hiperinflación como la de Weimar es, por supuesto, algo malísimo. Pero la gente detesta la inflación incluso en dosis moderadas, en las que las pruebas demuestran que tiene escasas consecuencias negativas. Las mejores previsiones del coste de la inflación indican que incluso una tasa del diez por ciento, muy superior a la que cualquiera defendería ahora mismo, reduce el consumo de un 0,1 a un 0,8 por ciento. Hay otros costes, por descontado: la inflación reduce el valor de los ahorros de la gente, y la incertidumbre sobre los precios futuros hace que las decisiones sobre los negocios sean menos eficientes.
Entonces, ¿por qué es tan impopular la inflación? La principal razón, según indica Shiller, es que simplemente la gente cree que mayores precios reducen su nivel de vida y les «empobrecen». Esto es cierto para gente que vive de ingresos fijos o de sus ahorros, pero para el resto, como muchos estudios han demostrado, la inflación se traduce en mayores ingresos así como en precios más elevados, y normalmente no tienen un gran efecto sobre el nivel de vida. A fin de cuentas, hemos tenido sesenta años de inflación en la posguerra, y somos muchos más prósperos de lo que éramos en 1950. Esto no es lo que parece, aunque: la miopía nos obliga a enfocarnos en cuánto más tenemos que pagar, en vez de en cuánto más ganamos. La inflación también acciona otras alarmas. Con frecuencia aumenta la incertidumbre y debilita la divisa de un país, algo que afecta a la moral (una moneda “débil” lo solemos tomar como algo malo, no como una oportunidad de exportar). Shiller descubrió que la gente asociaba la inflación en aumento con la disminución de la cohesión social. También hay una dimensión moral: conectamos la inflación con la falta de disciplina y la imposibilidad de vivir conforme a nuestros medios. Lo más llamativo sobre el estudio de Shiller era que ninguna persona entrevistada mencionó algún posible beneficio de la inflación, aunque para la mayoría de los que están endeudados seria su salvavidas.
Este prejuicio intuitivo contra la inflación puede no ser puramente racional, pero en tiempos normales es beneficioso: incentiva buenos hábitos y desincentiva los apaños rápidos. Pero, en tiempos de crisis, otras políticas pueden triunfar donde la pura rectitud no puede. Después de la Segunda Guerra Mundial, cuando la mayoría de los países se enfrentaban a una enorme deuda, una inflación mayor contribuía a disminuir la deuda real nacional a proporciones manejables. Y, en tiempos en los que la gente es reacia a asumir riesgos, una pequeña inflación puede contribuir a limar asperezas. Al hacerlo, sin embargo, la inflación ayuda a los deudores y a los despilfarradores a costa de los acreedores y ahorradores. Es fácil ver por qué nos hace sentirnos incómodos. Parece compensar a aquellos que se han comportado de forma imprudente, y castigar a los que jugaron conforme a las reglas, ahorrando su dinero y viviendo de forma frugal. Pero la economía no existe, a fin de cuentas, para compensar la virtud y castigar el vicio. Existe para maximizar nuestro bienestar, y, ahora mismo, hacer eso puede exigir, como está ocurriendo ahora, ayudar a los irresponsables. Estimular la inflación no es la política correcta, pero puede ser simplemente la inevitable…
¿Que opináis vosotros?