En los miles de años de historia de la raza humana la mayor parte de las generaciones han pertenecido a una sociedad de recolectores y cazadores y unas cuantas de agricultores. Sólo en los últimos siglos, con el desarrollo de lo que llamamos “civilizaciones”, el auge del comercio y el desarrollo industrial es cuando el mundo parece haberse acelerado. Durante siglos la única sabiduría era la que los padres transmitían a sus hijos que a su vez pasaban a los suyos. En un universo sin cambios la tradición era todo lo necesario para sobrevivir, no había motivos para sospechar que un padre o un abuelo no tuvieran la razón y de hecho, las personas consideradas más sabias eran las más ancianas pues la duración vital era la mayor expresión cultural.
Poco a poco eso cambió -al menos en determinados segmentos de la sociedad- a partir del invento de la escritura, de la organización política, del comercio con otros pueblos…el saber empezaba a ser algo nuevo, algo que podía proceder de otro sitio que no fuera la familia o la tribu. Como he dicho esa transformación no fue global ni ocurrió en todas las zonas geográficas e incluso tuvo pasos atrás como ocurrió en gran parte de Europa tras la caída del Imperio Romano pero a partir de la Revolución Industrial se globalizó y no ha habido desde entonces apenas pasos atrás.
Cada generación sabe más que la anterior, desarrolla avances técnicos, médicos incluso sociales impensables unos años atrás y hay una transformación ética y moral que se va acelerando. A partir de la segunda mitad del siglo XX dicha velocidad nos está superando pues ya no es sólo que apenas nos reconocemos en nuestros abuelos, últimamente es que ni siquiera nos reconocemos en cómo éramos hace unos años en relación con la sociedad donde vivimos. Nuestros padres y/o abuelos vivieron una guerra civil, una dictadura, tuvieron problemas de nutrición, disponían de escasa ropa que usaban durante años, la higiene para ellos consistía en bañarse quizás cuatro o cinco veces al año pues no disponían de agua corriente (y cuando la tuvieron ya era raro hacerlo una vez a la semana) y tardaban meses en viajar a otro continente…por decir cuatro cosas que se me vienen a la cabeza. Todo eso lo sabemos pero lo más llamativo para mi es que nosotros mismos, los que nacimos en la tercera parte del siglo XX, hemos visto cambiar tanto el mundo en tan pocos años que yo a veces me sorprendo preguntándome por cosas que de hecho he vivido.
Me pregunto cómo podía trabajar en una oficina sin ordenador y lo he hecho. En 1992 me ficharon en una empresa en la que el que iba a ser mi jefe directo se extrañó mucho que pidiera uno. Que yo recuerde hasta 1997 o así no tuve Internet o correo electrónico y fue porque “tenía cargo”, tardó tiempo en popularizarse por toda la oficina. Y considero que por aquel entonces éramos pioneros. Pero ya no es sólo los avances técnicos, ¿Os acordáis cuando era tan caro comprar un viaje de avión sólo de ida que de ida y vuelta y, en general, lo caro que era volar? ¿Y cuando el enemigo eran los soviéticos? ¿Y lo escandalosa que parecía la ley del divorcio? ¿Y la primera vez que se vieron desnudos en la televisión, y cuando sólo había dos canales que para colmo cerraban por la mañana, a media tarde y por la noche? ¿Y cuando el aceite de oliva y las legumbres engordaban y el pescado azul era considerado dañino? ¿Y cuando parecía un excelente negocio montar un videoclub?
No pretendo inundar este blog de nostalgia simplemente hacer una sencilla reflexión sobre la necesidad que tenemos de adaptarnos a los cambios: hace apenas 25 años tan sólo no existían los móviles, cuando hablábamos de racismo pensábamos en los gitanos, la mili obligatoria quitaba el sueño a mucha gente, las iglesias se abarrotaban los domingos a mediodía y empezábamos a conocer productos europeos fruto de la reciente incorporación en la UE. Pero es que hace menos de dos décadas que se murió la peseta, que nadie consideraba a los islamistas radicales como un peligro para nuestra seguridad y los que fumaban lo hacían prácticamente en cualquier lugar.
Yo no lo creo pero lo mismo tras esta pandemia lo de ir a la oficina es algo que en unos años será lo excepcional, así como los viajes de negocios o el usar monedas y billetes, y puede que la siguiente generación no entienda que para nosotros era lo normal. Si nos adaptamos más lentamente que lo que evoluciona la sociedad ya no sólo tendremos un conflicto generacional con nuestros hijos, es que ni siquiera seremos capaces de entender cómo pensábamos, actuábamos e incluso disfrutábamos de la vida una década atrás. La tradición puede que siga siendo un valor cultural pero es evidente que los que vienen tras nosotros tienen muchísimas más oportunidades para ser más sabios. Debemos aceptarlo.