Según datos del INE, la población en España al inicio del 2014 era de 46.507.760 habitantes, lo que significa un descenso de 220.130 personas en un año, y es el 2º año consecutivo que eso ocurre. Las explicaciones, al margen de las propias del saldo de nacimientos y muertes de los naturales del país se explican por la balanza migratoria, que arrojó un descenso de 256.849 personas, entre extranjeros que regresaron a su país de origen, como de nacionales que salieron al exterior a intentar ganarse la vida; de hecho, la emigración aumentó el año pasado un 22,7% respecto al anterior. Esta emigración, evidentemente fue, en su inmensa mayoría, de gente joven, preparada y en edad de trabajar.
Si a estos datos se unen los hechos de la consabida crisis que nos acompaña, que hace que el hecho de plantearse tener siquiera un hijo sea algo así como un lujo inalcanzable, y que la esperanza de vida sigue aumentando, nos encontramos con que la población española camina, parece que sin remedio hacia el envejecimiento. A una situación en la que la economía del país será incapaz, si no lo es ya de mantener el estado del bienestar en forma de pensiones, prestaciones y servicios que, damos por hecho pero que se hayan relativamente hace poco implantados en nuestra sociedad, en la que, hasta no hace tanto, los pobres morían sin más asistencia.
El factor demográfico es determinante en la economía de un país. Históricamente, las grandes potencias mundiales, a excepción de España, relativamente poco poblada, todas las grandes potencias mundiales han tenido un enorme empuje demográfico. De hecho, cuando una economía está en crecimiento, los movimientos demográficos hacia ella no sólo mantienen este crecimiento, sino que además lo aceleran; difícil sería si no explicar las enormes tasas de crecimiento de los países en desarrollo, con China a la cabeza, con una tasa media de crecimiento del 10%, sin los movimientos demográficos del campo a la ciudad, donde la mano de obra tiene mucho más valor añadido. Tanto es así que este hecho también explica cómo el estancamiento de la economía japonesa, que ya dura 20 años, se ve acompañada de una prosperidad per cápita cada vez mayor, debido a la disminución demográfica que está experimentando el país. Con otra política distinta están Canadá y Australia, que con una población relativamente pequeña, tienen a su disposición grandes territorios con recursos enormes y aun casi sin explotar. De hecho mantienen restrictivas medidas contra la inmigración, ya que, por encima de una explotación desenfrenada de estos recursos que los enfrentaría a la disyuntiva de tener que importar inmigrantes, prefieren crecer a un ritmo más lento y sostenido asegurando un nivel de vida adecuado a su población.
Este mecanismo de “multiplicador demográfico” ha sido, a lo largo de la historia, el que ha permitido alcanzar a distintos países el estatus de gran potencia, fue de hecho la potencia demográfica la que posibilitó a Estados Unidos llegar a ser una gran potencia económica: con enormes espacios que ocupar (aunque fuera a costa de expoliar a los pueblos indígenas), inimaginables recursos que explotar y la voluntad de hacerlo, tuvo que echar mano de todos los recursos a mano para aumentar su población al ritmo que su economía lo demandaba, lo que significó primero la abolición de la esclavitud y segundo la entrada masiva de inmigrantes de todas las partes del mundo (preferiblemente europeos).
Hoy en día, en los países desarrollados que han de mantener un estado del bienestar, una gran población casi es más una carga que una bendición. A la población, en mayor o menor medida, hay que asegurarle el abastecimiento de comida y agua potable, hay que facilitarle una posibilidad de vivienda digna, proveerla de educación, sanidad, hay que atender a los sistemas de cobertura como son las situaciones de desempleo, incapacidad o vejez, etc.; pero además, hay que crear las condiciones para que se pueda dar un empleo a esta población, más que nada para poder recaudar los fondos con lo que pagar todo lo anterior.
En Europa, hasta ahora, los problemas del envejecimiento de la población se han solventado abriendo periódicamente las puertas a la inmigración. De este modo, la mano de obra ha nutrido las industrias europeas proporcionando un crecimiento que ha permitido los altos niveles de vida disfrutados. Sin embargo este equilibrio puede ahora romperse: el fenómeno de la globalización está cambiando el mundo a grandes pasos: la deslocalización de empresas, la cada vez mayor movilización de recursos, capitales y personas está trasladando los centros de decisión empresarial ya no sólo a donde están los centros productivos, sino también a donde están los mercados más potentes, y aunque los países desarrollados aún lo son, esto está cambiando día a día. De hecho, y sólo por nombrar el sector en el que en España somos una gran potencia, nuestras principales empresas turísticas de hostelería están invirtiendo mucho más en el extranjero que en España, de modo que muchas tienen ya más intereses en el Caribe que en las costas españolas.
Así las cosas, se tiene que el desempleo en los países desarrollados, tenderá a aumentar y a hacerse endémico, de modo que el trabajo se convierte poco a poco en un bien escaso. La forma de luchar contra eso por ahora viene a ser la precarización: repartir el puesto de trabajo entre varias personas (al más puro estilo comunista) de modo que la miseria también se comparta (muy comunista también). La única esperanza, una nueva revolución tecnológica: nuevas formas de energía, nuevos procesos de producción, nuevos productos, etc. que doten de valor añadido a los países desarrollados. Hasta que eso ocurra, veremos más ciudades como Detroit muy pronto.