Las diputaciones entran en el debate político

Tizo

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El descubrimiento de las diputaciones provinciales llega un poco tarde al debate político, pero hay que darle la bienvenida dado su disfuncional encaje en el mapa institucinal. La propuesta de suprimirlas, lanzada por el candidato socialista, Alfredo Pérez Rubalcaba, las ha sacado de su plácida existencia y puesto de manifiesto sus importantes niveles de gasto, la amplia dotación de personal que albergan y el complemento que suponían para un millar de concejales y alcaldes de las siete comunidades autónomas que se reparten las 38 existentes. Tampoco destacan, más bien lo contrario, por su austeridad.

La sensación de que sobran es bastante generalizada, dada su posición, entre superpuesta e interpuesta, entre los planos municipal y autonómico de la burocracia pública, aunque no sean las únicas anomalías estructurales que mantiene enquistadas la administración. Quizás la mejor prueba de su potencial prescindible sea que las seis comunidades autónomas de carácter uniprovincial las suprimieron hace ya varios años sin que haya ocurrido nada fatal.

Probablemente se pueda reprochar al candidato Pérez Rubalcaba que haya lanzado su propuesta sin haberlo siquiera insinuado en los casi veinte años en que ha venido ocupando puestos relevantes en el Partido Socialista y casi todos los gobiernos: de Felipe González, primero, y José Luis Rodríguez Zapatero, después. Pero tampoco rebosan coherencia las confusas respuestas lanzadas desde el Partido Popular y los grupos nacionalistas. La realidad es que unos y otros llevan años eludiendo la necesaria adecuación del magma público al hecho autonómico, que va bastante más allá de solventar el papel de la diputación.

Aunque por ahora nadie se ha referido a ello, cabe anotar la existencia en distintos territorios de más escalones intermedios, añadidos a los estatal, autonómico y municipal. En las tres provincias insulares, Baleares y Canarias, persisten consells y cabildos, respectivamente. En otras, proliferan mancomunidades, agrupaciones, consejos comarcales, corporaciones metropolitanas... todos, por descontado, con sus correspondientes dotaciones presupuestarias, inmobiliarias, burocráticas y, lo que es más relevante, empeño por ejercer sus capacidades de regular, ordenar, etcétera. Aunque tampoco hace falta ir tan lejos. La superposición de estructuras, potestades y funciones ha sido un fruto indebido del vasto proceso de descentralización.

Dado el primer paso, la inminente campaña electoral puede ser una magnífica oporunidad para asentar un debate sobre las dimensiones, el papel y el alcance del conjunto de administraciones públicas, incluidas las cada vez más numerosas agencias, entes y empresas que circundan su perímetro convencional. Haber más que doblado su tamaño en apenas tres décadas, justo coincidiendo con el auge tecnológico, está pendiente de justificación, si es que la hay. Empezar por las diputaciones sabe a poco... aunque no esté mal.
 
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