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mariamanuela
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1. El bulo de que la nación catalana fue invadida por Castilla en 1714
«Señor, yo soy un caballero de España».
El conde de Barcelona al emperador de Alemania, que lo presentó a sus nobles
así: «Han venido dos caballeros de España, de la tierra de Cataluña».
Del Llibre del rei en Pere d'Aragó e dels seus antecessors passats
(‘Libro del rey Pedro de Aragón y de sus antecesores’), crónica histórica
escrita por Bernat Desclot hacia la segunda mitad del siglo XIII.
Desmontar esta mentira y conocer la verdad es tan fácil como coger cualquier libro de Historia no subvencionado por la Generalidad, uno que no contenga la delirante invención de la Confederación o Corona Catalano-aragonesa, ni presente a Lluís Companys como a un admirable héroe democrático en vez de como lo que realmente fue: un golpista criminal y demente, bajo cuya presidencia se fusiló a más de ocho mil personas por delitos tan graves como ir a misa o ser monárquico, y se construyó en Barcelona una veintena de cámaras de secuestro y tortura al modo estalinista: las checas (el presidente Companys bromeó sobre la persecución religiosa en Cataluña con estas palabras: «¡Todavía arden las iglesias! ¡Ya me dijo Comoreras que tenían mucha materia combustible!». De las 58 iglesias existentes en la Ciudad Condal en julio de 1936, sólo la de San Justo y Pastor se libró de las llamas. Otra anécdota similar la plasmó el entonces vicesecretario general del PSOE, Juan Simeón Vidarte, en su libro autobiográfico Todos fuimos culpables. Testimonio de un socialista español, donde recuerda lo siguiente sobre su encuentro con Companys: «Cuando le dije que hacía el viaje acompañado de un fraile, soltó una carcajada. “De esos ejemplares, aquí no quedan”»).
Mapa de 1691 titulado Parte oriental de España, del cartógrafo y cosmógrafo veneciano Vincenzo Maria Coronelli
Da igual el número de miles de veces que los separatistas repitan la misma mentira, y la cantidad de incautos que se la crean: Cataluña nunca, en ningún periodo, ha sido una nación independiente ni tenido Estado propio. Ni siquiera llegó a constituirse en reino jamás. Si existieron, en cambio, el Reino de Aragón (fundado en 1035), el Reino de Mallorca (1231) y el Reino de Valencia (desde 1238).
En 1701, estalla la Guerra de Sucesión (que no de secesión, como falsariamente difunde el nacionalismo) entre las potencias extranjeras por el trono de España, tras morir sin descendencia el rey Carlos II. Cuando al siguiente año la contienda, librada en el exterior hasta ese momento, se extiende a la península (con el desembarco de tropas aliadas en Cádiz), ésta adquiere naturaleza de guerra civil entre partidarios de los dos aspirantes: Felipe de Anjou, de la dinastía de los Borbones, designado por Carlos II para sucederle y que fue entronizado como Felipe V; y el archiduque Carlos de Habsburgo, de la Casa de Austria, apoyado por Inglaterra y Holanda, que pretendían así evitar la hegemonía de España y Francia derivada de su previsible unión. La oligarquía barcelonesa percibió a Felipe V como un peligro para sus medievales privilegios de clase y sus intereses comerciales en América. Y, aunque inicialmente los tres estamentos catalanes (clero, nobleza y burguesía urbana) le habían jurado lealtad después de haberse comprometido éste a respetar los fueros históricos de Cataluña, el 16 de noviembre de 1705 consumaron la traición de reconocer como rey a su oponente, el Habsburgo. La guerra no fue en absoluto una confrontación entre regiones o territorios, ni todos los catalanes apoyaron al archiduque Carlos. El valle de Arán, y las poblaciones de Cervera y Vic, se posicionaron del lado del Borbón. Por el contrario, ciudades castellanas, como Madrid, Toledo o Alcalá, combatieron en el mismo bando que Barcelona: el austracista.
No fue una guerra entre dos naciones (España contra Cataluña), sino un enfrentamiento dinástico.
Mapa de España datado en 1626, original del
cartógrafo e historiador inglés John Speed
El bulo de la colonización, del fin de la nación catalana bajo una supuesta invasión de Castilla —que sirve de cimiento ideológico para toda la mitología nacionalista, y es tomado como un hecho cierto por cientos de miles de personas (ellas, sí) colonizadas a nivel mental por la ignorancia y la manipulación—, se desmorona cuando leemos con atención las palabras de los dos máximos protagonistas de aquel episodio histórico: la toma de Barcelona por las tropas borbónicas —compuestas por soldados procedentes de diversos países y regiones españolas, incluidos miles de catalanes—, el 11 de septiembre de 1714. Las primeras son de Antonio de Villarroel, jefe militar a cargo de la defensa de la ciudad, dirigidas a arengar a los combatientes antes de lanzarse al ataque para reconquistarle al enemigo el Convento de Santa Clara:
«Señores, hijos y hermanos, hoy es el día en que se han de acordar del valor y gloriosas acciones que en todos tiempos ha ejecutado nuestra nación. No diga la malicia o la envidia que no somos dignos de ser catalanes e hijos legítimos de nuestros mayores. Por nosotros y por toda la nación española peleamos. Hoy es el día de morir o vencer, y no será la primera vez que con gloria inmortal fuera poblada de nuevo esta ciudad defendiendo la fe de su religión y sus privilegios».
Las siguientes las escribió Rafael Casanova, Consejero en Jefe (máxima autoridad de Barcelona, equivalente al actual cargo de alcalde), a las 3 de la tarde de esa misma fecha, en un pregón que se distribuyó por las calles de la plaza asediada. A través de él convocaba a defender las murallas a todos los resitentes de Barcelona, entre quienes no sólo había barceloneses, sino austracistas de todas las más diversas procedencias, como el aguerrido y glorioso Tercio de Castellanos:
«Se hace también saber que siendo la esclavitud cierta y forzosa, en obligación de sus empleos explican, declaran y protestan a los presentes, y dan testimonio a los venideros, de que han ejecutado las últimas exhortaciones y esfuerzos, protestando de los males, ruinas y desolaciones que sobrevengan a nuestra común y afligida patria, y del exterminio de todos los honores y privilegios, quedando esclavos con los demás españoles engañados, y todos en esclavitud del dominio francés; pero se confía, con todo, que como verdaderos hijos de la patria y amantes de la libertad acudirán todos a los lugares señalados a fin de derramar gloriosamente su sangre y vida por su rey, por su honor, por la patria y por la libertad de toda España».
Innecesario añadir nada más.
2. El mito del héroe y mártir Rafael Casanova
«El nacionalismo es la chifladura de exaltados echados a perder
por indigestiones de mala historia».
Miguel de Unamuno (1864-1936).
Del mismo modo que necesita de enemigos, el nacionalismo precisa también de idolillos para vertebrar su ideología. Y si no existen, se inventan.
El acto central de la celebración de la Diada (Día de Cataluña) cada 11 de septiembre, desde 1901, consiste en una ofrenda floral a los pies de la estatua erigida en Barcelona a Rafael Casanova, icono del nacionalismo por su lucha contra la supuesta invasión de 1714.
Fernando García de Cortázar, en su libro Los mitos de la historia de España; y otros autores, como John Lynch, en La España del siglo XVIII; Pere Anguera, en El 11 de septiembre. Orígenes y consolidación de la Diada; o Núria Sales, autora de Els segles de la decadència: segles XVI-XVIII; describen cómo la resistencia durante el asedio de Barcelona, colofón de la Guerra de Sucesión Española, no resultó tan heróica como algunos han querido pintar.
Página 689 de Los Fueros de Cataluña, de José Coroleu,
y José Pella y Forgas, publicado en 1878. Reproduce el
pregón original célebre que Rafael Casanova promulgó
para enardecer a los resistentes del sitio de Barcelona
antes del asalto final, el 11 de septiembre de 1714.
La vehemente beligerancia de pequeños grupos de exaltados que corrían por las calles de la bombardeada ciudad contrastaba con el sentimiento general de desmoralización del resto de la hambrienta población. El clero y la nobleza carecían de interés en prolongar tan dramática situación, y eran frecuentes las peleas entre los líderes barceloneses. En este contexto, Antonio de Villarroel y Rafael Casanova eran partidarios de la rendición, de una salida negociada. En el pleno del gobierno provisional éste último propuso iniciar conversaciones con el enemigo, pero su exposición fue enérgicamente rebatida por el segundo consejero, Salvador Feliu de la Penya, por cuya opción se decantaron 26 votos contra 4.
En la mañana de aquel 11 de septiembre los sitiadores desataron varios ataques durísimos, y Villarroel volvió a insistir en la conveniencia de rendirse para evitar un sanguinario asalto. Después del bando de Casanova de las tres de la tarde, se declaró un alto el fuego y enviados catalanes parlamentaron con el duque de Berwick, comandante de las tropas borbónicas. A la una de la tarde del día siguiente, el 12, se alcanzó un acuerdo: las autoridades barcelonesas abrirían las puertas de la ciudad para que entrase el ejército de Berwick, bajo su palabra de honor de que se respetaría a la población, aun a aquellos que habían tomado las armas.
Rafael Casanova no murió en los combates, por lo que, evidentemente, no fue ningún mártir. El día 11 había sido herido en un muslo por una bala cuando ascendió a las murallas con la bandera de la patrona de Barcelona, Santa Eulalia, para enardecer a los defensores. Antes de la entrada de los felipistas, Casanova delegó la rendición en otro consejero, incendió los archivos que lo involucraban y se hizo pasar por muerto mediante la falsificación del acta de defunción de un cadáver. Disfrazado de fraile, huyó a esconderse en la finca que su hijo tenía en la población de San Baudilio de Llobregat. En 1719 recibió el perdón Real y todos sus bienes incautados le fueron devueltos. Ejerció sin problemas la abogacía en dicha población hasta su retiro, en 1737.
El 2 de mayo de 1743, falleció a la edad de 83 años. Su entierro fue oficiado al día siguiente, el 3, que es tomado erróneamente por muchas fuentes como el de su muerte.
3. La mentira de que Cataluña lleva siglos luchando por su independencia
«A todo nacionalista le obsesiona la creencia de que el pasado puede cambiarse. Emplea parte de
su tiempo en un mundo de fantasía en el que los hechos ocurrieron como deberían haber sido (…)
y transferirá fragmentos de ese mundo a los libros de historia siempre que pueda. (…) Hechos
importantes son suprimidos, fechas alteradas, citas removidas de sus contextos y manipuladas
para cambiar su significado. Los acontecimientos que no convendría que hubieran sucedido
se silencian y en última instancia se niegan».
George Orwell (1903-1950).
Antoni Rovira i Virgili (1882-1949) fue miembro de Esquerra Republicana de Catalunya y sucesor de Josep Irla i Bosch como presidente del Parlamento de Cataluña en el exilio. En Resum d'història del catalanisme (‘Resumen de historia del catalanismo’), editado en 1936, describió la escasa aceptación que el movimiento catalanista tenía entre la población a finales del siglo XIX:
«Había unos cuantos catalanistas en Barcelona y algunos otros escampados por las comarcas. Se los podía contar. Muchas villas tenían un solo catalanista; otras, ninguno».
Idéntica visión ha quedado reflejada en Memòries (1876-1936), de Francesc Cambó i Batlle (1876-1947). Quien fuera líder del partido considerado por muchos como germen de Convergència i Unió, la Lliga Regionalista, retrató así los difíciles albores del nacionalismo catalán:
«En su conjunto, el catalanismo político era una cosa misérrima cuando, en la primavera de 1893, inicié en él mi actuación y consagré por completo mi vida. […] organizamos excursiones por los pueblos del Penedès y del Vallès donde había algún catalanista aislado a quien dirigirnos para pedirle que encontrasen un balcón o unas mesas en la plaza mayor desde donde hacer nuestros discursos. Recuerdo que, al llegar, generalmente la plaza estaba vacía y sólo por las esquinas se veían asomar algunas cabezas. A medida que íbamos empezando nuestros discursos se iba acercando la gente y, a veces, se reunían algunos centenares que incluso se decidían a aplaudirnos. Exceptuando a la juventud, no creo que hiciéramos grandes conquistas: los payeses que nos escuchaban no llegaban a tomarnos en serio».
Y añade más adelante:
«Aquél era un tiempo —cuando inicié mi actuación política— en el que el catalanismo tenía todo el carácter de una secta religiosa. Puede decirse que todos los catalanistas se conocían entre sí […]. La gran mayoría de los catalanistas estaban encantados de vivir en cenáculo, de ser una minoría que se consideraba depositaria de la verdad y del patriotismo».
Ambos autores coincidieron plenamente con las palabras que Josep Pla (1897-1981) había escrito años antes en Francesc Cambó, biografía en tres volúmenes publicada entre 1928 y 1930:
«Los catalanistas eran muy pocos. Cuatro gatos. En cada comarca había aproximadamente un catalanista: era generalmente un hombre distinguido que tenía fama de chalado».
No fue hasta comienzos del siglo XX cuando el catalanismo empezó a fructificar, una corriente inventada al calor del Romanticismo del XIX (y que tuvo su más notable manifestación cultural en Alemania, con el Sturm und Drang) por un grupo de burgueses catalanes para obtener proteccionismo arancelario y ventajas fiscales del Gobierno de España. De tal auge fueron responsables demagogos como el abogado y fundador de diversas organizaciones políticas Enric Prat de la Riba (1870-1917), quien, en el capítulo III de su obra La nacionalitat catalana (‘La nacionalidad catalana’), dejó constancia de las escalofriantes técnicas de convicción que empleó para conseguirlo:
«Había que acabar de una vez con esa monstruosa bifurcación de nuestra alma, había que saber que éramos catalanes y que no éramos más que catalanes, sentir lo que no éramos para saber claramente, hondamente, lo que éramos, lo que era Cataluña. Esta obra, esta segunda fase del proceso de nacionalización catalana, no la hizo el amor, como la primera, sino el odio».
Fragmento de la página 41 de la tercera edición del libro Memòries (1876-1936), de Francesc Cambó i Batlle.
Publicado por Editorial Alpha, S.A. en octubre de 1981
Cambó, en el arriba citado libro de sus memorias, confirmó el empleo de esas tácticas de tergiversación histórica e inoculación de resentimientos en la sociedad de la época:
«Como en todos los grandes movimientos colectivos, el rápido progreso del catalanismo fue debido a una propaganda a base de algunas exageraciones y de algunas injusticias».
En los párrafos anteriores a éste, el autor explica la razón del vertiginoso auge de su ideología en una sociedad, la catalana, envanecida por el dinero procedente de ultramar y donde los líderes catalanistas se aprovecharon del delicadísimo momento político por el que atravesaba España:
«Diversos hechos ayudaron a la rápida difusión del catalanismo y a la ascensión todavía más rápida de sus dirigentes. La pérdida de las Colonias, a continuación de una serie de desastres, provocó un inmenso desprestigio del Estado, de sus órganos representativos y de los partidos que gobernaban España. El rápido enriquecimiento de Cataluña, fomentado por el gran número de capitales que se repatriaron de las Colonias perdidas, dio a los catalanes el orgullo de las riquezas improvisadas, cosa que les hizo propicios a la acción de nuestras propagandas encaminadas a deprimir al Estado español y a exaltar las virtudes y los merecimientos de la Cataluña pasada, presente y futura».
«Señor, yo soy un caballero de España».
El conde de Barcelona al emperador de Alemania, que lo presentó a sus nobles
así: «Han venido dos caballeros de España, de la tierra de Cataluña».
Del Llibre del rei en Pere d'Aragó e dels seus antecessors passats
(‘Libro del rey Pedro de Aragón y de sus antecesores’), crónica histórica
escrita por Bernat Desclot hacia la segunda mitad del siglo XIII.
Desmontar esta mentira y conocer la verdad es tan fácil como coger cualquier libro de Historia no subvencionado por la Generalidad, uno que no contenga la delirante invención de la Confederación o Corona Catalano-aragonesa, ni presente a Lluís Companys como a un admirable héroe democrático en vez de como lo que realmente fue: un golpista criminal y demente, bajo cuya presidencia se fusiló a más de ocho mil personas por delitos tan graves como ir a misa o ser monárquico, y se construyó en Barcelona una veintena de cámaras de secuestro y tortura al modo estalinista: las checas (el presidente Companys bromeó sobre la persecución religiosa en Cataluña con estas palabras: «¡Todavía arden las iglesias! ¡Ya me dijo Comoreras que tenían mucha materia combustible!». De las 58 iglesias existentes en la Ciudad Condal en julio de 1936, sólo la de San Justo y Pastor se libró de las llamas. Otra anécdota similar la plasmó el entonces vicesecretario general del PSOE, Juan Simeón Vidarte, en su libro autobiográfico Todos fuimos culpables. Testimonio de un socialista español, donde recuerda lo siguiente sobre su encuentro con Companys: «Cuando le dije que hacía el viaje acompañado de un fraile, soltó una carcajada. “De esos ejemplares, aquí no quedan”»).
Mapa de 1691 titulado Parte oriental de España, del cartógrafo y cosmógrafo veneciano Vincenzo Maria Coronelli
Da igual el número de miles de veces que los separatistas repitan la misma mentira, y la cantidad de incautos que se la crean: Cataluña nunca, en ningún periodo, ha sido una nación independiente ni tenido Estado propio. Ni siquiera llegó a constituirse en reino jamás. Si existieron, en cambio, el Reino de Aragón (fundado en 1035), el Reino de Mallorca (1231) y el Reino de Valencia (desde 1238).
En 1701, estalla la Guerra de Sucesión (que no de secesión, como falsariamente difunde el nacionalismo) entre las potencias extranjeras por el trono de España, tras morir sin descendencia el rey Carlos II. Cuando al siguiente año la contienda, librada en el exterior hasta ese momento, se extiende a la península (con el desembarco de tropas aliadas en Cádiz), ésta adquiere naturaleza de guerra civil entre partidarios de los dos aspirantes: Felipe de Anjou, de la dinastía de los Borbones, designado por Carlos II para sucederle y que fue entronizado como Felipe V; y el archiduque Carlos de Habsburgo, de la Casa de Austria, apoyado por Inglaterra y Holanda, que pretendían así evitar la hegemonía de España y Francia derivada de su previsible unión. La oligarquía barcelonesa percibió a Felipe V como un peligro para sus medievales privilegios de clase y sus intereses comerciales en América. Y, aunque inicialmente los tres estamentos catalanes (clero, nobleza y burguesía urbana) le habían jurado lealtad después de haberse comprometido éste a respetar los fueros históricos de Cataluña, el 16 de noviembre de 1705 consumaron la traición de reconocer como rey a su oponente, el Habsburgo. La guerra no fue en absoluto una confrontación entre regiones o territorios, ni todos los catalanes apoyaron al archiduque Carlos. El valle de Arán, y las poblaciones de Cervera y Vic, se posicionaron del lado del Borbón. Por el contrario, ciudades castellanas, como Madrid, Toledo o Alcalá, combatieron en el mismo bando que Barcelona: el austracista.
No fue una guerra entre dos naciones (España contra Cataluña), sino un enfrentamiento dinástico.
Mapa de España datado en 1626, original del
cartógrafo e historiador inglés John Speed
El bulo de la colonización, del fin de la nación catalana bajo una supuesta invasión de Castilla —que sirve de cimiento ideológico para toda la mitología nacionalista, y es tomado como un hecho cierto por cientos de miles de personas (ellas, sí) colonizadas a nivel mental por la ignorancia y la manipulación—, se desmorona cuando leemos con atención las palabras de los dos máximos protagonistas de aquel episodio histórico: la toma de Barcelona por las tropas borbónicas —compuestas por soldados procedentes de diversos países y regiones españolas, incluidos miles de catalanes—, el 11 de septiembre de 1714. Las primeras son de Antonio de Villarroel, jefe militar a cargo de la defensa de la ciudad, dirigidas a arengar a los combatientes antes de lanzarse al ataque para reconquistarle al enemigo el Convento de Santa Clara:
«Señores, hijos y hermanos, hoy es el día en que se han de acordar del valor y gloriosas acciones que en todos tiempos ha ejecutado nuestra nación. No diga la malicia o la envidia que no somos dignos de ser catalanes e hijos legítimos de nuestros mayores. Por nosotros y por toda la nación española peleamos. Hoy es el día de morir o vencer, y no será la primera vez que con gloria inmortal fuera poblada de nuevo esta ciudad defendiendo la fe de su religión y sus privilegios».
Las siguientes las escribió Rafael Casanova, Consejero en Jefe (máxima autoridad de Barcelona, equivalente al actual cargo de alcalde), a las 3 de la tarde de esa misma fecha, en un pregón que se distribuyó por las calles de la plaza asediada. A través de él convocaba a defender las murallas a todos los resitentes de Barcelona, entre quienes no sólo había barceloneses, sino austracistas de todas las más diversas procedencias, como el aguerrido y glorioso Tercio de Castellanos:
«Se hace también saber que siendo la esclavitud cierta y forzosa, en obligación de sus empleos explican, declaran y protestan a los presentes, y dan testimonio a los venideros, de que han ejecutado las últimas exhortaciones y esfuerzos, protestando de los males, ruinas y desolaciones que sobrevengan a nuestra común y afligida patria, y del exterminio de todos los honores y privilegios, quedando esclavos con los demás españoles engañados, y todos en esclavitud del dominio francés; pero se confía, con todo, que como verdaderos hijos de la patria y amantes de la libertad acudirán todos a los lugares señalados a fin de derramar gloriosamente su sangre y vida por su rey, por su honor, por la patria y por la libertad de toda España».
Innecesario añadir nada más.
2. El mito del héroe y mártir Rafael Casanova
«El nacionalismo es la chifladura de exaltados echados a perder
por indigestiones de mala historia».
Miguel de Unamuno (1864-1936).
Del mismo modo que necesita de enemigos, el nacionalismo precisa también de idolillos para vertebrar su ideología. Y si no existen, se inventan.
El acto central de la celebración de la Diada (Día de Cataluña) cada 11 de septiembre, desde 1901, consiste en una ofrenda floral a los pies de la estatua erigida en Barcelona a Rafael Casanova, icono del nacionalismo por su lucha contra la supuesta invasión de 1714.
Fernando García de Cortázar, en su libro Los mitos de la historia de España; y otros autores, como John Lynch, en La España del siglo XVIII; Pere Anguera, en El 11 de septiembre. Orígenes y consolidación de la Diada; o Núria Sales, autora de Els segles de la decadència: segles XVI-XVIII; describen cómo la resistencia durante el asedio de Barcelona, colofón de la Guerra de Sucesión Española, no resultó tan heróica como algunos han querido pintar.
Página 689 de Los Fueros de Cataluña, de José Coroleu,
y José Pella y Forgas, publicado en 1878. Reproduce el
pregón original célebre que Rafael Casanova promulgó
para enardecer a los resistentes del sitio de Barcelona
antes del asalto final, el 11 de septiembre de 1714.
La vehemente beligerancia de pequeños grupos de exaltados que corrían por las calles de la bombardeada ciudad contrastaba con el sentimiento general de desmoralización del resto de la hambrienta población. El clero y la nobleza carecían de interés en prolongar tan dramática situación, y eran frecuentes las peleas entre los líderes barceloneses. En este contexto, Antonio de Villarroel y Rafael Casanova eran partidarios de la rendición, de una salida negociada. En el pleno del gobierno provisional éste último propuso iniciar conversaciones con el enemigo, pero su exposición fue enérgicamente rebatida por el segundo consejero, Salvador Feliu de la Penya, por cuya opción se decantaron 26 votos contra 4.
En la mañana de aquel 11 de septiembre los sitiadores desataron varios ataques durísimos, y Villarroel volvió a insistir en la conveniencia de rendirse para evitar un sanguinario asalto. Después del bando de Casanova de las tres de la tarde, se declaró un alto el fuego y enviados catalanes parlamentaron con el duque de Berwick, comandante de las tropas borbónicas. A la una de la tarde del día siguiente, el 12, se alcanzó un acuerdo: las autoridades barcelonesas abrirían las puertas de la ciudad para que entrase el ejército de Berwick, bajo su palabra de honor de que se respetaría a la población, aun a aquellos que habían tomado las armas.
Rafael Casanova no murió en los combates, por lo que, evidentemente, no fue ningún mártir. El día 11 había sido herido en un muslo por una bala cuando ascendió a las murallas con la bandera de la patrona de Barcelona, Santa Eulalia, para enardecer a los defensores. Antes de la entrada de los felipistas, Casanova delegó la rendición en otro consejero, incendió los archivos que lo involucraban y se hizo pasar por muerto mediante la falsificación del acta de defunción de un cadáver. Disfrazado de fraile, huyó a esconderse en la finca que su hijo tenía en la población de San Baudilio de Llobregat. En 1719 recibió el perdón Real y todos sus bienes incautados le fueron devueltos. Ejerció sin problemas la abogacía en dicha población hasta su retiro, en 1737.
El 2 de mayo de 1743, falleció a la edad de 83 años. Su entierro fue oficiado al día siguiente, el 3, que es tomado erróneamente por muchas fuentes como el de su muerte.
3. La mentira de que Cataluña lleva siglos luchando por su independencia
«A todo nacionalista le obsesiona la creencia de que el pasado puede cambiarse. Emplea parte de
su tiempo en un mundo de fantasía en el que los hechos ocurrieron como deberían haber sido (…)
y transferirá fragmentos de ese mundo a los libros de historia siempre que pueda. (…) Hechos
importantes son suprimidos, fechas alteradas, citas removidas de sus contextos y manipuladas
para cambiar su significado. Los acontecimientos que no convendría que hubieran sucedido
se silencian y en última instancia se niegan».
George Orwell (1903-1950).
Antoni Rovira i Virgili (1882-1949) fue miembro de Esquerra Republicana de Catalunya y sucesor de Josep Irla i Bosch como presidente del Parlamento de Cataluña en el exilio. En Resum d'història del catalanisme (‘Resumen de historia del catalanismo’), editado en 1936, describió la escasa aceptación que el movimiento catalanista tenía entre la población a finales del siglo XIX:
«Había unos cuantos catalanistas en Barcelona y algunos otros escampados por las comarcas. Se los podía contar. Muchas villas tenían un solo catalanista; otras, ninguno».
Idéntica visión ha quedado reflejada en Memòries (1876-1936), de Francesc Cambó i Batlle (1876-1947). Quien fuera líder del partido considerado por muchos como germen de Convergència i Unió, la Lliga Regionalista, retrató así los difíciles albores del nacionalismo catalán:
«En su conjunto, el catalanismo político era una cosa misérrima cuando, en la primavera de 1893, inicié en él mi actuación y consagré por completo mi vida. […] organizamos excursiones por los pueblos del Penedès y del Vallès donde había algún catalanista aislado a quien dirigirnos para pedirle que encontrasen un balcón o unas mesas en la plaza mayor desde donde hacer nuestros discursos. Recuerdo que, al llegar, generalmente la plaza estaba vacía y sólo por las esquinas se veían asomar algunas cabezas. A medida que íbamos empezando nuestros discursos se iba acercando la gente y, a veces, se reunían algunos centenares que incluso se decidían a aplaudirnos. Exceptuando a la juventud, no creo que hiciéramos grandes conquistas: los payeses que nos escuchaban no llegaban a tomarnos en serio».
Y añade más adelante:
«Aquél era un tiempo —cuando inicié mi actuación política— en el que el catalanismo tenía todo el carácter de una secta religiosa. Puede decirse que todos los catalanistas se conocían entre sí […]. La gran mayoría de los catalanistas estaban encantados de vivir en cenáculo, de ser una minoría que se consideraba depositaria de la verdad y del patriotismo».
Ambos autores coincidieron plenamente con las palabras que Josep Pla (1897-1981) había escrito años antes en Francesc Cambó, biografía en tres volúmenes publicada entre 1928 y 1930:
«Los catalanistas eran muy pocos. Cuatro gatos. En cada comarca había aproximadamente un catalanista: era generalmente un hombre distinguido que tenía fama de chalado».
No fue hasta comienzos del siglo XX cuando el catalanismo empezó a fructificar, una corriente inventada al calor del Romanticismo del XIX (y que tuvo su más notable manifestación cultural en Alemania, con el Sturm und Drang) por un grupo de burgueses catalanes para obtener proteccionismo arancelario y ventajas fiscales del Gobierno de España. De tal auge fueron responsables demagogos como el abogado y fundador de diversas organizaciones políticas Enric Prat de la Riba (1870-1917), quien, en el capítulo III de su obra La nacionalitat catalana (‘La nacionalidad catalana’), dejó constancia de las escalofriantes técnicas de convicción que empleó para conseguirlo:
«Había que acabar de una vez con esa monstruosa bifurcación de nuestra alma, había que saber que éramos catalanes y que no éramos más que catalanes, sentir lo que no éramos para saber claramente, hondamente, lo que éramos, lo que era Cataluña. Esta obra, esta segunda fase del proceso de nacionalización catalana, no la hizo el amor, como la primera, sino el odio».
Fragmento de la página 41 de la tercera edición del libro Memòries (1876-1936), de Francesc Cambó i Batlle.
Publicado por Editorial Alpha, S.A. en octubre de 1981
Cambó, en el arriba citado libro de sus memorias, confirmó el empleo de esas tácticas de tergiversación histórica e inoculación de resentimientos en la sociedad de la época:
«Como en todos los grandes movimientos colectivos, el rápido progreso del catalanismo fue debido a una propaganda a base de algunas exageraciones y de algunas injusticias».
En los párrafos anteriores a éste, el autor explica la razón del vertiginoso auge de su ideología en una sociedad, la catalana, envanecida por el dinero procedente de ultramar y donde los líderes catalanistas se aprovecharon del delicadísimo momento político por el que atravesaba España:
«Diversos hechos ayudaron a la rápida difusión del catalanismo y a la ascensión todavía más rápida de sus dirigentes. La pérdida de las Colonias, a continuación de una serie de desastres, provocó un inmenso desprestigio del Estado, de sus órganos representativos y de los partidos que gobernaban España. El rápido enriquecimiento de Cataluña, fomentado por el gran número de capitales que se repatriaron de las Colonias perdidas, dio a los catalanes el orgullo de las riquezas improvisadas, cosa que les hizo propicios a la acción de nuestras propagandas encaminadas a deprimir al Estado español y a exaltar las virtudes y los merecimientos de la Cataluña pasada, presente y futura».