Relato para un día cualquiera

Johngo

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Sonrisa de Gioconda en la vereda



Toma sol sentada en el cordón de la vereda. Los pies juntos hacia la calle. La cola sobre el cemento. El torso erguido crece hacia el cielo. La cabeza estirada como girasol. Levita como nube. La cara plácida. Los ojos cerrados. Esos labios café. Sonrisa de Gioconda le apunta al sol y el sol, ya la descubrió, le apunta a ella.

Parece que vino de lejos. La piel encerada caoba. El pañuelo anudado toma la cabeza. Quizá llegó de Trinidad y Tobago. Quizá de Africa. Quizá atravesó en una barca el mar. Obligada a partir y a llegar. Nadie se atreve. A averiguar. A romper su cápsula. Su modo instantáneo y presente de serenidad.

Hace fresco. Hace tarde. Hace falta mucho estar. Ella viste musculosa y jogging ajado. Parece más feliz que quienes entramos a trabajar. O casi la pisamos con el auto. A metros suyo. En coches y edificios espejados. Supuestos hacedores de identidad.

Ahora, en su baldosa gris, su casa de centímetro y asfalto, viste luz y viste paz. La irradia ella, de cerca y de lejos. Parece un imán que llama a admirar. Sin embargo, si percibe un paso lento alrededor, Sonrisa de Gioconda entreabre los ojos. Pispea discreta. Dos segundos. Suficiente. Y vuelve a su sueño. Su refugio de dignidad.

Le faltan recursos y a todos quienes pasamos junto a ella, más. Dan ganas de pararse. De que nos invite. A su isla. A sentarnos sin mochila ni exigencias. El cordón de la bicisenda le hace de frágil barrera. Parece invisible. Parece mentira. Que la escena se repita. Dos o tres veces por semana. Cuando asoma el sol. En esta cuadra. Tan llena de injusticia y soledad. Por Magda Tagtachian
 
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