Monitor de Coyuntura del Servicio de Estudios de "la Caixa"

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William McChesney Martin, presidente de la Reserva Federal de los Estados Unidos entre 1951 y 1970, resumió su filosofía sobre la función del banco central en una frase: «Hay que retirar el ponche cuando la fiesta se anima». Su célebre metáfora alude a la necesidad de subir el tipo de interés de referencia ante una economía en expansión, para evitar un eventual sobrecalentamiento y subsiguientes presiones inflacionistas. Tras la reciente debacle económica y financiera, la eficacia de dicha máxima se ha puesto en entredicho y no sólo por quienes acusan a la Fed de retirar el ponche demasiado tarde sino, sobre todo, por quienes vuelven a preguntarse si apartar el ponche es suficiente cuando dejas sobre la mesa el champán y sus burbujas.

La crisis y la naturaleza de su detonante, una burbuja inmobiliaria, han reabierto un viejo debate: ¿deberían los bancos centrales, como gestores de política monetaria y custodios de la estabilidad financiera, velar explícitamente por la estabilidad de los mercados de activos? A estas alturas nadie duda del potencial desestabilizador de una burbuja económica, una subida anormal y prolongada del precio de un activo que, tarde o temprano, acaba desplomándose. Cuando la burbuja en cuestión se forja en el mercado de la vivienda, los riesgos que conlleva son especialmente dañinos: según estimaciones en Aspachs-Bracons (2008), un periodo de deflación inmobiliaria dura en promedio 5 años y acarrea una contracción económica de un año de duración con una caída media del PIB del 1,5%(1). El Fondo Monetario Internacional (FMI) estima que tanto la prolongación como la caída del PIB que siguen al desplome de una burbuja bursátil son bastante menores.

Los partidarios de una política monetaria que acometa las burbujas de activos llevan años advirtiendo de dichos riesgos; la crisis no ha hecho más que engrosar sus argumentos. En vistas de lo ocurrido, acusan a la Reserva Federal no sólo de falta de reacción ante un mercado de la vivienda que se desorbitaba sino de contribuir directamente a la burbuja con una política monetaria excesivamente laxa. Su acusación halla fundamento en la discrepancia, desde 2002 a 2005, entre el tipo de interés de referencia y el que dictaría la regla de Taylor -una simple pauta trazada por John Taylor, catedrático de la Universidad de Stanford, que estipula el tipo de interés apropiado dados unos objetivos de inflación y empleo-. Partiendo de dicha métrica, el tipo de interés fue demasiado bajo durante demasiado tiempo (véase gráfico siguiente), reduciendo en exceso el coste del apalancamiento y acelerando el boom inmobiliario. Según el propio Taylor, bastaba con percatarse de que el tipo de interés real fue negativo durante la mayor parte del periodo en cuestión para llegar a dicha conclusión.(2)

Al otro lado del debate, está la tesis defendida por la mayoría de banqueros centrales, incluido el actual presidente de la Fed, Ben Bernanke. Este campo aboga por una gestión de la política monetaria que ignore los vaivenes en los mercados de activos, excepto si estalla una burbuja o si las presiones en dichos mercados repercuten sobre la estabilidad de precios al consumo. Es lo que se conoce como una actitud reactiva de la política monetaria: si la burbuja estalla, recogemos los platos rotos; si no, permanecemos impasibles, a no ser que el cometido de estabilidad económica se vea comprometido. ¿Por qué? ¿Por qué, aun conscientes de sus riesgos, los bancos centrales optan por no hacer nada para impedir una burbuja? Los argumentos esgrimidos son, básicamente, dos. Por un lado, la dificultad de conocer el valor fundamental de un activo y, por lo tanto, de certificar la existencia de una burbuja. Y, por otro, la ineficacia del tipo de interés como escudo antiburbujas.

Sin duda, resulta imposible saber a ciencia cierta cuál es el valor real de un activo. Su dinámica de precios puede reflejar tanto movimientos especulativos como cambios en los fundamentos; por ejemplo, cambios demográficos o en la productividad. Además, ni el PIB ni la inflación, elementos primordiales del cometido monetario, se comportan necesariamente de forma anormal ante la emergencia de una burbuja. Aun así, tras numerosos intentos, se han identificado una serie de indicadores que sí muestran comportamientos atípicos durante los dos o tres años que preceden al estallido de una burbuja: un aumento extraordinario y sostenido del crédito, un repunte de la inversión residencial y del déficit por cuenta corriente y, cómo no, una crecida del precio de los activos. Tal y como muestra el gráfico siguiente, todos se cumplían en Estados Unidos antes de que estallara la crisis. Con todo, su capacidad de predecir una burbuja es muy limitada. Se estima que, de cada cien ocasiones en las que se den simultáneamente aumentos anómalos de los indicadores mencionados, sólo 56 de ellas precederán a un bache inmobiliario a corto plazo. Asimismo, en la mitad de las crisis, dichos indicadores no darían señales de alarma(3).

En cuanto al segundo argumento, el grueso de la evidencia sugiere que recurrir al tipo de interés para frenar burbujas de activos resulta demasiado costoso para ser eficaz. Aunque la autoridad monetaria pudiera certificar la emergencia de una burbuja inmobiliaria, que no es así, el movimiento de tipos de interés necesario para frenarla sería de tal calibre que los costes que acarrearía en términos de crecimiento económico o inflación violarían el mandato de la mayoría de bancos centrales. Algunos expertos calculan que la subida del tipo de interés necesaria para pinchar una burbuja inmobiliaria en la que el precio real de la vivienda estuviera sobrevalorado, digamos, en un 15%, conllevaría una caída del PIB real en torno al 5%(4). ¡Una cifra extraordinariamente elevada si tenemos en cuenta que el crecimiento potencial de la economía norteamericana se sitúa en torno al 2,5%!

En definitiva: ¿tardaron demasiado en llevarse el ponche? Probablemente sí. ¿Habrían evitado la resaca retirándolo antes o apartando además el champán? Lo más seguro es que no. Con el tipo de interés como único instrumento, la fiesta se les habría ido al traste y, pasado mañana, se habría reanudado en otros ambientes. Entonces, ¿existe alguna fórmula para evitar que las burbujas nos den dolor de cabeza sin apagar con ello el festejo? Seguramente, dotar de armas adicionales al banco central. Por un lado, de una batería de indicadores más completa y precisa; en ese sentido, el doble pilar del Banco Central Europeo, por el que complementa el análisis de la economía real con la atención al crecimiento de diversos agregados monetarios, puede ser un primer paso. Por otro, de una mayor potestad regulatoria sobre los mercados de crédito para reducir el riesgo de amenazas sistémicas. El propio Bernanke se ha decantado por una mayor regulación de la toma de riesgos, aunque ello pueda exigir incorporar la estabilidad de los mercados de activos al mandato de Fed. Algo que, hasta hace poco, siempre descartó.

Queda por ver cómo se implementa dicha regulación y hay quien duda de su eficacia pero, vistas las consecuencias, toda opción merece ser evaluada. Al fin y al cabo, en cualquier fiesta, lograr el punto justo de moderación es complicado y, aun así, vale la pena intentarlo.
 
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