Comida para todos en el planeta

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¿Qué debe hacer el G-20 para prepararnos con miras a afrontar crisis alimentarias, ahora y en el futuro? El Presidente del Banco Mundial, Robert Zoellick, enumeró recientemente nueve medidas que el G-20 debería adoptar durante su actual presidencia francesa. Comprenden desde la mejora de la información sobre las existencias de cereales y la preparación de nuevos métodos de pronóstico meteorológico hasta el fortalecimiento de las redes de seguridad social para los pobres, pasando por la ayuda a los pequeños agricultores a fin de que aprovechen las licitaciones de compradores humanitarios, como, por ejemplo, el Programa Mundial de Alimentos.

Si bien son dignas de beneplácito, dichas medidas abordan sólo los síntomas de las deficiencias del sistema alimentario mundial, sin tocar las causas profundas. Podrían mitigar las consecuencias de las subidas máximas de los precios, pero son insuficientes para evitar la reaparición de las crisis, cosa que se puede lograr, si el G-20 actúa en relación con ocho prioridades.

En primer lugar, el G-20 debe apoyar la capacidad de los países para alimentarse. Desde comienzo del decenio de 1990, el gasto alimentario de muchos países pobres ha aumentado cinco o seis veces, no sólo por el crecimiento demográfico, sino también por haberse centrado en la agricultura destinada a la exportación. Una falta de inversión en la agricultura que alimenta a las comunidades locales vuelve a dichos países vulnerables ante las crisis internacionales de precios, además de a la inestabilidad de los tipos de cambio.

Mozambique, por ejemplo, importa el 60 por ciento de su consumo de trigo y Egipto importa el 50 por ciento de sus suministros alimentarios. Los aumentos de precios afectan directamente a la capacidad de esos países para alimentarse con un costo aceptable. Se debe detener esa tendencia permitiendo a los países en desarrollo apoyar a sus agricultores y, en los casos en que la oferta nacional sea suficiente, protegerlos de la competencia desleal de productores extranjeros.

En segundo lugar, se deben crear reservas de alimentos, no sólo para suministros humanitarios en zonas propensas a los desastres y con deficientes infraestructuras, como propone Zoellick, sino también como medio de apoyar unos ingresos estables para los productores agrarios y garantizar alimentos asequibles para los pobres. Si se gestionan las reservas de alimentos de forma transparente y participativa y si los países combinan a escala regional sus medidas al respecto, pueden ser una forma eficaz de aumentar la capacidad de los mercados de vendedores y contrarrestar la especulación por parte de los comerciantes, con lo que se limitará la inestabilidad de los precios.

En tercer lugar, se debe limitar también la especulación financiera. Si bien la especulación con derivados de productos alimentarios esenciales no es una causa de inestabilidad de los precios, la empeora en gran medida. Dicha especulación fue posible gracias a la desreglamentación en gran escala de los mercados de derivados de productos básicos que comenzó en 2000 y que ahora se debe detener. Las economías mayores deben velar por que dichos derivados queden limitados en la medida de lo posible a inversores competentes y expertos, que basen sus actividades comerciales en las perspectivas relativas a los fundamentos de los mercados y no principal o exclusivamente en la obtención de beneficios especulativos a corto plazo.

En cuarto lugar, muchos países en desarrollo con ingresos escasos temen que, una vez creadas, las redes de seguridad social lleguen a ser fiscalmente insostenibles por culpa de una pérdida repentina de ingresos por exportación, malas cosechas o pronunciados aumentos de los precios de los alimentos importados. La comunidad internacional puede contribuir a superar esa renuencia creando un mecanismo mundial de reaseguros. Si el pago de las primas corriera a cargo a partes iguales del país que desee asegurarse y de las contribuciones de los donantes, los países tendrían un incentivo poderoso para aplicar programas sólidos de protección social.

En quinto lugar, las organizaciones de agricultores necesitan apoyo. Una razón principal por la que la mayoría de los hambrientos figuran entre quienes dependen de la agricultura en pequeña escala es la de que no están suficientemente organizados. Constituyendo cooperativas, pueden ascender por la cadena del valor y pasar a la elaboración, el envasado y la comercialización de sus productos. Pueden mejorar su capacidad negociadora, tanto para la compra de insumos como para la venta de sus cosechas, y llegar a ser un sector importante del electorado político a fin de tener voz y voto en la adopción de las decisiones que los afecten.

En sexto lugar, debemos proteger el acceso a la tierra. Todos los años, se cede a inversores o gobiernos extranjeros una superficie mayor que las tierras cultivadas de Francia. Esa acaparación de tierras que se da sobre todo en el África subsahariana, constituye una importante amenaza para la futura seguridad alimentaria de las poblaciones afectadas. Sean cuales fueren los aumentos de producción agrícola que resulten de dichas inversiones, beneficiarán a los mercados extranjeros y no a las comunidades locales. El G-20 podría pedir una moratoria de esas inversiones en gran escala hasta que se llegue a un acuerdo relativo a una normativa apropiada sobre el suelo.

En séptimo lugar, se debe completar la transición a la agricultura sostenible. Los episodios meteorológicos son una causa importante de inestabilidad de los precios en los mercados agrarios. En el futuro, es de prever que el cambio climático cause más crisis de abastecimiento y la agricultura es también un factor importante que contribuye al cambio climático, pues a ella se debe el 33 por ciento de todas las emisiones de los gases que causan el efecto de invernadero, si se incluye en el cálculo la desforestación para cultivos y pastos. Necesitamos sistemas agrarios que sean más resistentes al cambio climático y que contribuyan a mitigarlo. La agroecología brinda soluciones, pero se necesita un gran apoyo de los gobiernos para aplicar en gran escala los procedimientos óptimos existentes.

Por último, tenemos que defender el derecho humano a los alimentos. La razón de que exista hambre no es la de que no se produzcan alimentos suficientes, sino la de que se violan con impunidad los derechos de quienes la padecen. Se debe permitir a las víctimas del hambre tener acceso a los remedios, cuando sus autoridades no adopten medidas eficaces contra la inseguridad alimentaria. Los gobiernos deben garantizar un salario que permita vivir decentemente, una atención de salud adecuada y condiciones de seguridad para los 450 millones de trabajadores agrícolas del mundo imponiendo el cumplimiento de los convenios sobre los derechos laborales en las zonas rurales, sujeto a una supervisión independiente.

La del hambre es una cuestión política, no un problema puramente técnico. Naturalmente, necesitamos mercados, pero también una visión para el futuro que no se limite a remedios a corto plazo. El sistema alimentario mundial siempre necesitará bomberos, pero lo que necesitamos más urgentemente son arquitectos que conciban un sistema más resistente al fuego.

Olivier De Schutter es el Relator Especial de las Naciones Unidas sobre el derecho a la alimentación.
 

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Hasta los 5 ó 6 años los Reyes Magos me tuvieron enredado con su historia y me la creí de forma casi desinteresada.

Allá por 1974 me trajeron una pequeña carreta del oeste de madera con cubierta de lona y sus caballitos de tiro –también de madera, no crean-. En la carreta, unos saquitos llenos de monedas, no me acuerdo pero supongo que pesetas o duros. O sea que me tocó Melchor. No sé qué habría hecho con el incienso. Y mucho menos con la mirra, que no sabía, ni sé muy bien lo que es. De las pesetas o duros hice buen uso, dando vueltas en un tiovivo de la feria y comiendo papelón.

Bonitos recuerdos y la verdad es que gustaría seguir creyendo. Y a ver si de paso conseguía algunos saquitos de esos, aunque fuesen de monedas y no de billetes.
Pero he estado echando números y no me salen las cuentas, porque allá por 1972 éramos unos 4.000 millones de personas en este mundo y hoy somos unos 6.500 millones o algo más.



O sea que cada minuto, ¡cada minuto!, nacen algo más de 150 niños en el planeta Tierra. Y a mí que no me digan que estos señores con unos camellos son capaces de repartir juguetes a todos. Así que por algún lado hay truco: o los Reyes Magos son más de tres, cosa que por cierto la Biblia no acaba de aclarar, o tienen ayuda de más gente que no son reyes ni nada y nos tienen a todos engañados amparándose en la oscuridad de la noche. En fin, dejémoslo estar por esta vez, pero algún día habrá que aclarar quién está enterrado en Colonia…

A lo que voy, realmente, es a lo de los 2.500 millones o 3.000 millones de personas más. O sea unos 7.000 millones hoy y subiendo. Y toda esa gente tiene, tenemos, que comer. Unos 1.000 millones de los de hoy no lo hacen de forma suficiente.

Y según el índice FFNI –FAO Food Price Index- los alimentos han subido de precio alrededor del 70% desde el año 2000 al 2008, lo que empuja a cada vez más gente a la miseria nutricional (de lo que los disturbios de Argel o los robos de grano en Méjico son síntoma).

La creciente demanda de alimentos por el incremento de población y por la producción de bio-combustibles está causando un conjunto de acciones del que hablamos poco, pero que tiene consecuencias trascendentales y difícilmente reversibles, “the last land grab”: fondos de países con gran capacidad financiera están comprando masivamente terrenos en países pobres para convertir espacio que hoy está ocupado mayoritariamente por bosques o selva, en suelo cultivable.

Los compradores, por orden de importancia (2008): Corea del Sur, China, Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos, Japón. Los destinos de su inversión, también por orden: Indonesia (donde los saudíes habían comprado hasta 2008, 16.000 km2), Madagascar (los coreanos del sur, 13.000 km2), Filipinas (los chinos, 12.400 km2), Sudán (coreanos, EAU y saudíes, 10.800 km2), Laos o Brasil.

Debería parecer que todo esto es al fin y al cabo una cosa buena. Poner tierra en producción agrícola para tener alimentos suficientes para un mundo en expansión. Pero la escala y naturaleza de la operación es ciertamente inquietante e indeseable por varios motivos, tal como denuncian las ONG´s Grain y RRI –Rights and Resources Initiative-:






¿Podemos ayudar sin estropear?

1. No existe prácticamente control sobre lo que está sucediendo y las inversiones se realizan en países con sistemas democráticos inexistentes o poco establecidos. Y por tanto susceptibles de prácticas corruptas a costa de los más débiles. Ni siquiera el Banco Mundial en su reciente informe sobre la materia, acaba de arrojar suficiente luz sobre lo que sucede, más allá de que el proceso se acelera: la cifra que se maneja de terrenos adquiridos en países “pobres” por países “ricos” alcanza en 2010 los 46 millones de Ha., 460.000 km2, casi la superficie total de España.

2. La aplicación de criterios de producción extensiva de cultivos de alta demanda (como la soja o el aceite de palma para bio-combustibles) se hace a costa de una deforestación acelerada y rotura de sistemas ecológicos milenarios, con daño no únicamente a fauna y flora, sino a las propias comunidades indígenas que bien podrían recibir más perjuicio económico que beneficio de este proceso. Da la impresión de que vuelven “Las Uvas de la Ira” y no en vano se habla ya de la “colonización del siglo XXI”.

Ignoro si en España tenemos postura en este tema, pero me atrevo a pensar que algo podríamos hacer, y que fuese bueno para esos 150 nuevos niños por minuto. Y de los Reyes Magos vamos a fiarnos lo justo…, no vaya a ser que vengan ¡A la Conquista del Oeste!


 
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