La economía se diseña, no evoluciona sola

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En los Estados Unidos la mayoría de las veces el proceso de diseño inteligente de la economía ha salido bien: por esa razón los estadounidenses son relativa y absolutamente ricos ahora. Después de todo, los padres fundadores estaban muy interesados en rediseñar la incipiente economía del país. Alexander Hamilton expresaba con claridad la primacía del comercio y la industria.

En particular, Hamilton estaba convencido de la importancia de un sistema bancario sofisticado para apoyar a la economía creciente. Él y sus colegas federalistas, incluido John Adams, creían firmemente en ofrecer a las jóvenes industrias oportunidades de crecimiento –incluso con recursos del Departamento de Guerra para financiar experimentos en la industria de alta tecnología.

Cuando los demócratas-republicanos, encabezados por Thomas Jefferson y James Madison, sustituyeron a los federalistas, decidieron rápidamente que sus principios de gobierno pequeño eran un lujo que sólo podían darse cuando no tenían el poder. Las guerras de conquista, la adquisición territorial, la exploración continental, los subsidios a los canales y después a los ferrocarriles fueron benéficos para los electores, inmigrantes y para casi todo el mundo excepto para los nativos, superados en número y en armas, que se pusieron en medio.

En efecto, cualquier gobierno que construya infraestructura y reparta títulos de propiedad de tierras en la escala a la que lo hizo el gobierno estadounidense en el siglo XIX es la encarnación del “gobierno grande”. Si agregamos los elevados aranceles a los bienes manufacturados –aprobados a pesar de las airadas protestas de los agricultores y dueños de plantaciones del sur—tenemos las políticas que diseñaron inteligentemente la mayor parte de los Estados Unidos del siglo XIX –y principios del XX.

Después de la Segunda Guerra Mundial, nuevamente fue el gobierno el que encabezó el rediseño de la economía estadounidense. Las decisiones de construir un sistema de carreteras interestatales (y de gastar casi todo ese dinero en caminos suburbanos para el transporte a los lugares de trabajo) y de poner en marcha el mercado hipotecario de largo plazo –lo que reflejaba la creencia generalizada de que los intereses de General Motors eran idénticos a los de los Estados Unidos—literalmente reconfiguraron el paisaje. Si combinamos eso con el desarrollo a gran escala de las universidades de investigación más importantes del mundo, que a su vez formaron a decenas de millones de personas, y con la tradición de utilizar los recursos de la defensa para financiar investigaciones y desarrollo de altas tecnologías, tenemos la economía estadounidense de la posguerra.

Cuando ha habido problemas económicos graves, el gobierno de los Estados Unidos incluso ha devaluado deliberadamente el dólar en aras de la prosperidad económica. Franklin Roosevelt lo hizo durante la Gran Depresión, y Richard Nixon y Ronald Reagan lo hicieron también.

Vale la pena repasar la historia porque en los Estados Unidos está por dar inicio otro debate sobre si su economía evoluciona o se diseña; los opositores al Presidente Barack Obama sostienen que lo que es bueno para la economía estadounidense siempre ha evolucionado sin directrices y que lo que es malo siempre ha sido diseñado por el gobierno.

Por supuesto, esta afirmación es absurda. Los gobiernos estadounidenses seguirán planificando y diseñando el desarrollo de la economía como siempre lo han hecho. La pregunta es cómo y si el diseño será inteligente en algún sentido.

Pero existen dos peligros en el próximo debate estadounidense. El primero tiene que ver con el término que probablemente se utilizará para enmarcar el debate: la competitividad. La “productividad” sería mucho mejor. La “competitividad” tiene una connotación de juego de suma cero en el que los Estados Unidos sólo pueden ganar si sus socios comerciales pierden.

Esa es una insinuación engañosa y peligrosa. En lugar de ello, si todo lo demás se mantiene igual, tener socios más ricos es benéfico para los Estados Unidos: hacen más productos de calidad que los estadounidenses pueden comprar y vender más barato y su demanda más fuerte significa que están dispuestos a pagar más por los productos que los estadounidenses venden. Todo el mundo gana.

El segundo peligro es que la “competitividad” sugiere que lo que es benéfico para las empresas localizadas en los Estados Unidos –esto es, benéfico para sus inversionistas, ejecutivos y financieros—es bueno para el país en su conjunto. En la época en que el candidato al gabinete de Dwight D. Eisenhower, Charlie Wilson, declaró que lo que era “bueno para los Estados Unidos era bueno para General Motors –y viceversa”, GM incluía no sólo a los accionistas, ejecutivos y financieros, sino también a los proveedores y a los miembros del Sindicato de Trabajadores Unidos de la Industria Automotriz. En contraste, el director ejecutivo de General Electric, Jeffrey Immelt, a quien Obama acaba de nombrar para que dirija el Consejo del Presidente sobre el Empleo y la Competitividad, encabeza una empresa que desde hace mucho se reduce a los ejecutivos, inversionistas y financieros.

Esperemos que el debate salga bien. Lo que está en juego es que los Estados Unidos sean más prósperos y crezcan más rápido –algo que es de importancia vital para el resto del mundo.

J. Bradford DeLong, ex secretario asistente del Tesoro de los Estados Unidos, es profesor de economía de la Universidad de California en Berkeley e investigador asociado en la Oficina Nacional de Investigación Económica.
 
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