Según la Organización Internacional del Trabajo, se define la Seguridad Social como la “protección que la sociedad proporciona a sus miembros, mediante una serie de medidas públicas, contra las privaciones económicas y sociales que, de no ser así, ocasionarían la desaparición o una fuerte reducción de los ingresos por causa de enfermedad, maternidad, accidente de trabajo, o enfermedad laboral, desempleo, invalidez, vejez y muerte; y también la protección en forma de asistencia y de ayuda a las familias con hijos”. En el caso de nuestro país, se trata de un modelo que da señales de agotamiento, un sistema con más incertidumbres que certezas, sobre todo para los trabajadores que ahora lo financian y que no saben cómo serán las prestaciones cuando llegue su retiro.
Los orígenes de la actual Seguridad Social se remontan a 1883, cuando de la mano del gobierno liberal de José Posada Herrera, se creó la Comisión de Reformas Laborales, que se encargó del estudio de cuestiones que interesasen a la mejora y bienestar de la clase obrera. A lo largo de los siguientes años, empezaron a llegar las distintas legislaciones que conformarían el sustrato de nuestro actual sistema social. Así, en 1900 se crea el primer seguro social: La Ley de Accidentes de Trabajo, y en 1908 aparece el Instituto Nacional de Previsión en el que se integran las cajas que gestionan los seguros sociales que iban surgiendo.
El sistema de pensiones de jubilación tiene su origen en 1919, con la ley de Retiro Obrero, y las coberturas se irían ampliando con el Seguro Obligatorio de Maternidad, en 1923, el Seguro de Paro Forzoso (1931), Seguro de Enfermedad (1942), y el Seguro Obligatorio de Vejez e Invalidez (SOVI), en 1947. Como puede verse, y esto no deja de ser curioso, buena parte de las medidas se dieron, bien con un gobierno conservador en el poder, bien directamente bajo la dictadura de Primo de Rivera. Lo cual, a pesar de que pueda resultar contradictorio, está en consonancia con lo ocurrido en Europa en esos mismos años. Y es que, aunque el sistema capitalista no garantizaba una existencia digna para todos los ciudadanos, ni por salario, ni por cobertura de contingencias, además de generar profundas desigualdades sociales, lo cierto es que la presión del movimiento obrero hizo que, a finales del siglo XIX, comenzara a plantearse el debate sobre la necesidad de que el estado interviniera en materias socioeconómicas.
En principio, la estrategia de los gobiernos fue desarmar a los cada vez más potentes sindicatos socialistas o anarquistas, así como a los partidos socialistas. Después de la Primera Guerra Mundial, el mayor protagonismo político de la izquierda, la presión que ejercía la Revolución Rusa y las tendencias más socializantes de la Iglesia Católica, llevaron a un mayor intervencionismo del Estado en materia social, así como al reconocimiento de los derechos sociales en toda Europa. El periodo de entreguerras, con el auge del fascismo de fondo, propició la llegada de medidas que entremezclaban aspectos puramente capitalistas con otros de marcado carácter populista, dada la peculiar mezcla de capitalismo salvaje y paternalismo que estos sistemas políticos tenían como principios.
El caso es que en España, la protección dispensada por las legislaciones existentes tras la guerra civil pronto se mostró insuficiente, lo que llevó a la aparición de otros mecanismos de protección articulados a través de las Mutualidades laborales, organizadas por sectores laborales y cuyas prestaciones tenían como finalidad completar la protección del Estado. Dada la multiplicidad de Mutualidades, este sistema de protección condujo a discriminaciones entre la población laboral, produjo desequilibrios financieros e hizo muy difícil una gestión racional y eficaz.
Esto desembocó a la aprobación en 1963 de la Ley de Bases de la Seguridad Social, cuyo objetivo era la implantación de un modelo integrado y unitario de protección, con una base financiera de reparto, gestión pública y participación del Estado en la financiación y que se complementó con la Ley General de la Seguridad Social de 1966. A pesar de esta legislación, aún quedaron flecos pendientes en el sentido de que pervivían antiguos sistemas de cotización alejados de los salarios reales de trabajadores, ausencia de revalorizaciones periódicas y que además, la tendencia a la unidad no se plasmó al pervivir multitud de organismos superpuestos.
Con la democracia se asiste a la introducción de decisivos cambios. Con el reconocimiento constitucional en el artículo 41, complementado por el 43, 49 y 50 se abre la vía para la universalización de la asistencia sanitaria y la garantía de las prestaciones no contributivas, que se plasmarían en las legislaciones al efecto de 1985 y 1990, respectivamente. Es también en estos años cuando comienzan a atisbarse los primeros problemas en el sentido de financiación del sistema.
Los profundos cambios en el mercado de trabajo durante la década de los noventa que supusieron tanto la creciente flexibilización del mismo, como la incorporación masiva de la mujer al mundo laboral, propiciaron que los problemas de financiación fuesen cada vez más evidentes. Así, la firma en 1995 del Pacto de Toledo, con el apoyo de todas las fuerzas políticas y sociales, tuvo como consecuencia importantes cambios y el establecimiento de una hoja de ruta para asegurar la estabilidad financiera y las prestaciones futuras de la Seguridad Social. Las medidas más importantes del mismo se centran en dos aspectos: separación entre las diferentes fuentes de financiación de las prestaciones, dejando las llamadas prestaciones no contributivas y universales (sanidad, servicios sociales, etc.) a cargo de la imposición general y las pensiones contributivas a cargo de un sistema de cotizaciones sociales, por un lado y la creación de un fondo de reserva (la famosa “hucha de las pensiones”) durante periodos de bonanza destinados a eliminar la necesidad de aumentar las contribuciones para mantener las prestaciones en tiempos de crisis.
A día de hoy, el sistema está en franca crisis. Tras la entrada en vigor en 2014 de la última reforma de las pensiones, con el famoso “factor de revalorización de pensiones” del 0,25%, que complementaba la reforma del 2011 por la que se aumentaba la edad de jubilación a los 67 años, y que abre el melón del aumento de la esperanza de vida, al incluir el “factor sostenibilidad”, el aumento del coste de la vida ha provocado que los pensionistas tomen la calle.
Dicho factor de sostenibilidad, cuya entrada en vigor ha adelantado el Gobierno para el año que viene, a la hora de determinar las pensiones de los nuevos jubilados, viene a añadir dos nuevas variables al cálculo de la pensión a las ya existentes actualmente, como son la edad de jubilación, los años cotizados, la cuantía cotizada, etc.:
La primera es el factor de revalorización anual, y supone ligar la revalorización de las pensiones a la salud de las arcas públicas. Así, las pensiones solo suben si aumentan los ingresos del sistema por encima de la tasa de crecimiento del número de pensiones. Este factor se movería entre unos valores situados entre un mínimo del 0,25% y un máximo del IPC + 0,5%. Según esta fórmula, cabe la posibilidad de que los futuros jubilados cobrasen una pensión más baja que quienes se retiraron antes en las mismas condiciones, pero no verían recortada la prestación durante los años que la perciban.
La segunda es el llamado factor de sostenibilidad, y consiste en que desde su entrada en vigor, se tendrá en cuenta al calcular la primera pensión de jubilación de los nuevos jubilados su esperanza de vida en dicho momento. A esto se le conoce como factor de equidad intergeneracional y es la primera variable, que se revisará cada 5 años en función de la esperanza de vida. De esta manera, los nuevos jubilados cobrarían menos dinero que los actuales aunque supuestamente durante más años. Lo bueno de esta medida es que es autocorrectora: si los jubilados no llegan a cubrir sus necesidades básicas con la pensión que les quede, serán más sensibles a una muerte prematura, con lo que disminuirá la esperanza de vida y las pensiones subirán.