Norcorea, EE.UU. y China: ratones y leones jugando a la insensatez

Johngo

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No existe una salida clara para la crisis creada con la dictadura de Pyongyang. EE.UU. solo podría avanzar con el apoyo de China. Pero la Casa Blanca ha hecho poco para generar la confianza y las condiciones que permitan semejante avance.

El litigio imprevisible con Corea del Norte es un laberinto, otro más, en el cual ninguna opción es buena. El estremecimiento que con razón genera esta crisis en el mundo se alimenta del peligro que la habita, pero especialmente de la pequeñez alucinante de casi todos sus protagonistas. Estados Unidos sólo con la participación mano a mano de China podría construir una solución hacia adelante para este extraordinario embrollo. Pero eso solo operaría si efectivamente existiera interés en solucionar este desafío. La escasa certidumbre sobre ese punto agrega la mecha a un paquete explosivo.

La encerrona se produce porque el crecimiento vertiginoso de la capacidad militar de la dictadura de Pyongyang anticipa, por su propia dinámica, que en un lapso nada distante tendrá poder suficiente para imponer condiciones. El régimen liderado por Kim Jong-un busca, con su arsenal amenazante, construir un escudo para impedir cualquier ataque; diluir el espejismo de una reunificación de la península con Seúl como vector y lograr suficiente fuerza coercitiva para hacer imprescindible la asistencia mundial a su limitada economía. No hay grises, ni empates en esta visión: la aspiración es una victoria en toda la línea del ratón sobre el león, todos los leones.

La alternativa de una guerra para detener esa proyección acabando con la dictadura, es hoy un dibujo de terror. La capacidad bélica convencional del régimen alcanzaría para generar millones de muertos en el sur y en Japón en cuestión de horas. El ex embajador británico en Pyongyang John Everad recita ese infierno con fervor didáctico. “Aunque pueda ser posible tomar rápidamente las principales ciudades de Corea del Norte y neutralizarlas, su fuerza militar combatiría hasta el más amargo final”, sostuvo. En ese punto, advirtió, “aparecería su amplio stock de gas nervioso y, claro, sus armas nucleares”. Jaque mate.

China es un factor central para modificar este escenario. Junto a Rusia es el mayor socio comercial del régimen. Pero por encima del Kremlin, cuya relación con la dictadura se ha amplificado geométricamente los últimos años, Beijing representa una dimensión más compleja como patrocinador histórico de Norcorea desde la guerra de mitad del siglo pasado, y con la península todas las últimas cinco centurias. La dictadura dinástica que el Imperio del Centro ayudó a fundar en Pyongyang no ha sido, sin embargo, generosa. El desprecio y el exterminio de los pro-chinos marcó ese relacionamiento que el régimen de los tres Kim ha asumido, tanto hoy como antes, de necesidad central de China y no a la inversa.

La más reciente etapa en la cual Beijing consideró soltarle la mano a su complicado aliado sucedió en la última década. Fue debido a la combinación del crecimiento del lugar global de la potencia asiática y de un vínculo más previsible en el crucial nivel económico con el Estados Unidos de Barack Obama. Lo que había era una aceptación de que el mundo cuadraba con ese G-2 constituido entre las dos mayores economías que coexistirían combinando sus áreas de influencia, aun pese a sus rivalidades en los espacios de libre comercio o la novedad de un banco mundial alternativo forjado por Beijing. Se multiplicaron entonces los papers en el Partido Comunista Chino que consideraban discutible y hasta innecesario la permanencia de este buffer o amortiguador pseudo comunista en su frontera. Esa visión iba acompañada de un crecimiento del vínculo chino con el sur capitalista de la península, de histórica confianza mutua.



Ese cuadro es el que ya no rige. Una ausencia aguda de perspectiva estratégica media en la relación entre la Casa Blanca de Donald Trump y la potencia asiática liderada por Xi Jinping. Es el mismo fenómeno de descalabro en la insólita crisis armada con Qatar, inventada con argumentos falsos sobre el financiamiento por parte de ese emirato al terrorismo. Una construcción diseñada por EE.UU. y sus aliados árabes para agravar el aislamiento de Irán, desbaratar el deshielo con la potencia persa y debilitar su gobierno moderado aliado de la corona qatarí. El fervor por retroceder es casi existencial en esta administración.

Recordemos que si bien hubo un encuentro ambicioso en la mansión Mar-a-Lago del magnate entre Trump y Xi que promovió una retórica de supuesta mutua confianza con Norcorea al tope de la agenda, desde entonces todo fue en declive. Washington enfureció a Beijing con el anuncio de la venta de 1.400 millones de dólares en armas a Taiwán poniendo en duda, otra vez, cuatro décadas de doctrina de una China dos sistemas. La operación tiene el agravante de que el Capitolio estudia una legislación para autorizar las visitas regulares a EE.UU. de navíos de guerra de Taipéi y el despacho de los de Norteamérica a esa isla cuya soberanía reclama China. Ese aumento del vínculo militar binacional se agregó a las sanciones anunciadas por el ministro de Economía de Trump contra los bancos estatales chinos Dandong Bank y Dalian Global por supuestos tratos con Pyongyang. La ráfaga continuó con dos operativos de las fuerzas navales norteamericanas en el disputado Mar del Sur de la China; el segundo, el más grave, que consistió en el desplazamiento de un destructor misilístico dentro de las 12 millas de límite territorial en la isla Tritón del archipiélago Paracel, disputado por Beijing entre otras capitales.

El último episodio de esta saga en reversa fue la “construcción” del caso de las importaciones del acero chino, descripto por el magnate presidente como una “amenaza para la seguridad nacional” de EE.UU., paso previo a la imposición de tasas que llegarían hasta 20%. Sobre esa montaña de escombros de lo que eran los puentes binacionales, Trump se quejó casi con ingenuidad porque el Imperio del Centro no contribuye como él esperaba para contener la agresividad de Norcoreana. Obviamente no lo está haciendo. Más bien, lo contrario. Sucede que con este armado es difícil descartar la presunción de que Pyongyang no sea más que un pretexto para una estrategia superior motivada en la expansión financiera china y el ambicioso renacimiento de la Ruta de la Seda que proyectará su influencia en toda Eurasia. En el reproche interviene también un realineamiento de la potencia asiática con Europa que molesta a la visión modeladora global del equipo de Trump. Esta semana, Ángela Merkel, la figura más poderosa y determinante de Europa, elogió a China como una ayuda central “para lograr un mundo un poco más apacible”. La líder alemana no le hablaba solo a Beijing, claramente.

Este trasfondo explicaría por qué EE.UU. falla en crear las condiciones para que China actúe sobre la locura de Corea del Norte que, con astucia, aprovecha estas grietas entre los gigantes para hacerse un lugar en el mundo. Un plan sensato y adulto, basado en acuerdos de largo plazo, permitiría a Beijing aplicar su fuerza e incluso acompañada de Rusia para paralizar en su lugar al régimen porque eso va en su propio interés. Pero también en el de Washington.

Una cuestión de realismo indica que China no puede ahora dejar caer a la dictadura y que su frontera sea la de Corea del Sur, con los 30 mil soldados norteamericanos asentados ahí. De modo que esa demanda no debería formularse porque además no es imprescindible en la gestión de la crisis. Como señaló con conmovedor sentido común The Economist, un diálogo sobre Norcorea debería abordar sólo la dictadura, sin enredar la cuestión del acero o de la cotización del yuan como si una cosa fuera a cambio de otra y todo se resumiera a un regateo. Como eso no sucede, el camino de EE.UU. para esta amenaza puede zozobrar en la peor de las pesadillas. Laberintos y callejones tienen una peculiaridad común, sólo se sale de ellos alzando la mirada. O no se sale.

Copyright Clarín, 2017. Por Marcelo Cantelmi.
 
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