Afiladas las espadas y con los dientes apretados, los pretendientes a gobernar, o a pintar algo en el futuro gobierno, se aprestan a la campaña electoral. Las apariciones se empiezan a multiplicar y todos los candidatos, poseídos por la hiperactividad, comparecen continuamente en actos, programas y eventos, bien propios, bien como invitados, con un único fin: llegar al electorado para comunicar su mensaje con el fin de conseguir el ansiado voto.
En todas sus declaraciones seguirán, salvo error, la misma estrategia: realzar las ventajas de sus propias ideas y, en la medida de lo posible, devaluar las de los competidores. En definitiva, nada que no se haya visto en cualquier mercadillo o bazar desde el inicio de los tiempos. Lo que ha cambiado es el armamento disponible, frente a la tradicional venta a viva voz ahora se impone la presencia en los medios, la publicidad en todas sus facetas y un ejército de seguidores que, por vocación o por dinero, están dispuestos a idear y seguir cualquier estrategia para ensalzar lo propio y destruir lo ajeno. De este modo, las campañas se transforman: de ser eventos en los que se habla de lo buenas que son mis ideas en un determinado tema pasan a ser un escaparate de las miserias de mis adversarios, con lo que se convierten en un campo de batalla en el que los votantes acaban votando al menos malo.