Según nuestro Gobierno (ahora cerrado por vacaciones, por cierto) lo peor de la crisis ya ha pasado. ¿Cuántas veces hemos escuchado esto? Sólo Zapatero, entre noviembre del 2009 y julio del 2010, lo dijo como 15 veces. Ahora lo dice Rajoy, lo dice Montoro, Guindos y, a lo mejor ahora resulta ser verdad, pero más que nada, porque en algún momento tenía que ocurrir.
El caso es que esta crisis pasará a la historia como una de las más seguidas, más documentadas y con una opinión pública cada vez más formada. A la fuerza ahorcan, se podría decir. Nuestra sociedad se ha hartado, no ya solo de una crisis que se ha llevado por delante varios millones de puestos de trabajo y miles de empresas, sino también los ahorros y los hogares de miles de familias. Pero además, nuestra sociedad se ha hartado también de intentar digerir los intentos desesperados de supervivencia de nuestras entidades financieras (esas tan solventes de las que también habló Zapatero); estas entidades, que no se cansaron de emitir y poner en circulación activos cada vez más dudosos en cuanto a su legalidad (porque en cuanto a su rentabilidad y seguridad a sus suscriptores no existía duda alguna: directamente atentaban contra el bolsillo de aquellos que los contrataban), y así, cuotas participativas, acciones preferentes y otras lindezas financieras salieron al mercado para dar caza a los ahorros de los confiados clientes de las entidades bancarias. Si a esto le unimos los productos hipotecarios de aquellos años, con cláusulas abusivas, con productos tan nocivos como las hipotecas multidivisas y una legalidad que ha tendido siempre más a proteger a las entidades financieras que al consumidor, obtendremos el resultado de hoy: el ciudadano medio ya no cree ni en los bancos, ni en los políticos, y muy poco en la justicia.
Pero algo bueno tenía que tener todo esto: podemos decir sin temor a equivocarnos que esta crisis ha ayudado a que la cultura económica de nuestro país haya subido muchos enteros. Así, términos que hace unos años sólo conocían los que por formación los habían adquirido, son ahora conocidos por una amplia parte de la población: deflación, euríbor, prima de riesgo, tasas interanuales del PIB, etc. son términos cada vez más entendidos por cada vez más población. Y aunque la razón principal es la explicada, no ha sido menos importante la labor divulgativa de muchos autores, economistas o no, que han tratado de acercar el mundo de la economía y las finanzas a la vida real, demostrando, por un lado, el importante efecto que la marcha económica tiene sobre nuestras vidas cotidianas y, por otro, que con una explicación adecuada, casi cualquiera puede entender hasta la más complicada trama financiera.
Es así que la literatura de divulgación económica ha tenido un desarrollo exponencial en estos años de crisis, multitud de autores han compaginado sus trabajos habituales con las tareas de escritor, o tertuliano, o simplemente resolviendo dudas de índole económica en cualquier medio, con lo que podría decirse que la economía está de moda (a qué coste, podría decirse).
Este interés creciente de la sociedad por los temas económicos no se ha visto, sin embargo, reflejado en los planes educativos, de hecho, impartimos, junto con Portugal e Italia (curiosamente, de los países más afectados por la crisis) una educación a nuestros retoños que no incluye formación económica o financiera.
Ya la OCDE, la Unión Europea y múltiples organismos internacionales insisten en la necesidad de que la formación económica esté presente en la enseñanza secundaria “pues los ciudadanos, a lo largo de su ciclo vital, toman multitud de decisiones en un entorno económico y financiero cada vez más complejo”. A pesar de ello, en nuestro país, en el que cada cambio de Gobierno conlleva un cambio en la ley de educación (han llovido tantas leyes desde la lejana EGB…), no parece importarle a nadie con el suficiente poder de decisión el hecho de que tengamos generaciones de jóvenes que no entienden el simple funcionamiento de una tarjeta de crédito hasta que no se tropiezan con su primer descalabro con el uso de la misma. Como tampoco está interesado en desarrollar un marco legal justo que compense los privilegios excesivos de la banca (y esto también lo ha advertido la Unión Europea).
Esos jóvenes sin formación básica adecuada, en su día acudirán a su banco a contratar una hipoteca, o a consultar en qué invertir unos ahorros, y será allí donde, si su formación posterior no lo impide, cometerán los mismos errores de sus padres, al confiar en unas entidades que sólo buscarán, como siempre, su propio beneficio, a despecho de lo que a sus clientes les convenga. Mientras la negligente mirada del legislador se dirige hacia otro lado.