Hace poco leí un libro que entre otras cosas contaba cómo hace 150 años la fiebre por el oro encontrado en California provocó una estampida de personas que recorrían medio mundo para llegar allí motivados por las noticias de prensa que exageraban la facilidad con la que alguien se podía hacer millonario. Incluso norteamericanos de la zona este del país, no precisamente desharrapados, se lanzaban a la aventura yendo por el Atlántico –la ruta terrestre por lo visto era bastante peor- con un barco de vapor hasta la zona donde hoy está el Canal de Panamá, cruzando por una zona selvática a la orilla pacífica y esperando allí que otro navío les llevara hasta California. Para colmo, muchos barcos destino California procedían de pasar el Cabo de Hornos y llegaban llenos de peruanos que se habían subido en el puerto del Callao por lo mismo. Estamos hablando de un viaje de meses lleno de penalidades por la esperanza de conseguir ser un poco más ricos. Hasta los marineros, una vez en California, solían abandonar su trabajo trocándolo por la minería provocando que docenas de naves no pudieran iniciar el viaje de regreso.
Así es el ser humano, por dinero (y por supuesto por motivos más nobles como el amor) es capaz de cualquier cosa, a la hora de la verdad en los momentos impulsivos no somos capaces de racionalizar demasiado. Y si hace siglo y medio por la promesa del oro éramos capaces de pasarlo mal durante muchas semanas, no es de extrañar que en los últimos años muchos confiaran en comprar Terras, endeudarse con pisos sobre plano o confiar en una inversión en sellos que ni siquiera entendían, riesgos económicos que no suponían ni una centésima parte del riesgo físico que supuso la fiebre del oro. Si a nivel individual se asumieron muchos riesgos, los humanos que dirigían las inversiones de las entidades financieras en los años del boom inmobiliario, bursátil y crediticio, también se vieron obnubilados por los bonus económicos y el prestigio profesional y no racionalizaron, lanzándose a una aventura peligrosa que, debido al paraguas protector de los estados sobre la banca, ha derivado en una crisis de solvencia en muchos países. Evidentemente no podemos permitir que algo así vuelva a suceder y en eso están los dirigentes mundiales. La solución podría haber sido haber dejado quebrar a los bancos o al menos haber establecido un tope en las ayudas; sin embargo en los EUA van interviniendo bancos casi cada fin de semana y siguen ampliando los fondos para este fin según se acaban. En palabras del Nobel Stiglitz:
La gran mayoría de los responsables de los errores -ya sea en la Reserva Federal de Estados Unidos (Fed), en el Tesoro de Estados Unidos, en el Banco de Inglaterra y la Autoridad de Servicios Financieros de Gran Bretaña, en la Comisión Europea y el Banco Central Europeo o en los bancos individuales- no se han hecho cargo de sus fracasos. Los bancos que causaron estragos en la economía global se han negado a hacer lo que es necesario hacer. Peor aún, han recibido respaldo de la Reserva Federal, de quien uno habría esperado una postura más cautelosa, en vista de la magnitud de sus errores pasados y de lo evidente que resulta que se hace eco de los intereses de los bancos que supuestamente debía regular. Esto es importante no sólo por una cuestión de historia y responsabilidad: es mucho lo que se deja a criterio de los reguladores. Y eso deja abierto el interrogante: ¿Podemos confiar en ellos? En mi opinión, la respuesta es un no rotundo, razón por la cual necesitamos “definir de un modo inamovible” el marco regulatorio.